- 18 abril, 2016
- Posted by: Javier Fernandez Aguado
- Categoría: Blog
Toda persona, desde temprana edad, va configurando una máscara que desfigura específicos rasgos en función del ámbito en el que se mueve. Nadie se comporta de igual forma, ni mantiene idénticas conversaciones con extraños, con clientes, con proveedores o en la intimidad. Esa diversidad de actitudes es normal. En ocasiones, sin embargo, puede degenerar en una patología denominada hipocresía: quien por delante ensalza a otro para inmediatamente denigrarle a sus espaldas desarrolla un fingimiento más allá de lo aceptable.
Ese fenómeno individual se acrecienta en las organizaciones, independientemente del objetivo que proclamen. Se tilda, con motivo, de escándalo que un político sonriente y en apariencia solícito se comporte con prepotencia, soberbia y/o estupidez cuando juzga que los micrófonos o las cámaras no funcionan. También cuando se pone de manifiesto que quien agota a otros exhortando a la justicia social y a la defensa de los proletarios en realidad acumula un desproporcionado patrimonio que pone de manifiesto que instrumentaliza a los desheredados para sus aviesas intenciones. O, por poner un tercer ejemplo, cuando alguien agita nacionalismos caducos con el anhelo de encubrir tras una advenediza bandera actuaciones económicas que se hallan más cerca de la estafa que de un recto intercambio mercantil.
No es a esas acciones rayanas con la insania (o con un egoísmo colosal) a las que ahora quiero referirme, sino a esa enfermedad colectiva que destella cuando se trasciende lo individual y se torna corporativa. Sólo así se entiende que una entidad financiera que debería preocuparse por el bien de sus clientes y proveedores, se torne en institución cuasi criminal (o sin cuasi) para el enriquecimiento ilícito de quienes la dirigen o de sus accionistas.
La hipocresía organizativa suele funcionar en cascada. ¿Cómo poner límites a alguien en sus desafueros si son los mismos que acomete la alta dirección? ¿Con qué autoridad se exigirá austeridad a quienes de uno dependen si esa palabra no deja de ser más que palabrería huera que se enfrenta al afán del máximo directivo de vivir como gran señor?
La doblez organizativa tiene múltiples facetas. Una frecuente es llevar a cabo lo contrario de lo que se propone como meta del colectivo. Algunas muestras: universidades públicas o privadas en las que se clama por la investigación que han de llevar a cabo los alumnos mientras los docentes abandonaron los libros una vez lograda la sinecura en la que se amparan; ONG’s que viven de prometer buenas intenciones mientras sus directivos invierten caudales recogidos entre gente de buena voluntad en inmuebles de los que se apropian; instituciones que ofrecen servicios de salvación y en realidad aspiran a contar con clones que ni sientan ni piensen, que se limiten a cumplir con ordenamientos rutinarios, y muchas veces mentecatos y mendaces por su origen y finalidad.
Resulta cuando menos interesante para el análisis sociológico que instituciones que reniegan –con razón- del principio marxiano de que el fin justifica los medios se enroquen en esa máxima convirtiendo lo colectivo en excusa para cualquier actuación disparatada con respecto al individuo al que prometían auxiliar. ¿Cómo es posible, y los ejemplos son reales, que una Escuela de Negocios que hace de la ética bandera de captación de alumnos expulse ipsofacto de su cuadro de docentes a quien en el ejercicio de su libertad no comulga con ruedas de molino?
Existen personas y organizaciones que son trigo limpio. No está de más, sin embargo, permanecer alerta ante aquellas o éstas que con cambalaches no buscan stakeholders, sino títeres a los que manipular. Como he señalado en más de una ocasión, y de forma amplia en “El management del III Reich” (LID), algunos, simulando reclamar lealtad, lo que solicitan es terquedad ofuscada para único beneficio de quienes son sátrapas enmascarados en supuestas buenas intenciones.